La virtud del Ciudadano

Escribía Aristóteles (S.IV a. C) que el “fin de los ciudadanos, aunque con diferente facultad, es la conservación de la comunidad, y esta comunidad es el público gobierno. / Por lo cual, la virtud del ciudadano, por necesidad ha de ir enderezada al público gobierno.” Y termina el mismo capítulo afirmando: “Conviene, pues, que el buen ciudadano aprenda a poder regir y a ser regido. Y esta es la virtud del ciudadano: aprender el régimen de la gente libre para los dos fines”.

Esta cita sacada de “La Política”  me hace reflexionar sobre la calidad de la formación de las personas, los ciudadanos, que dedican una parte o toda su vida al ejercicio de la acción política en cualquiera de sus modalidades. Muy especialmente aquellos otros que ejercen diferentes  ocupaciones en el gobierno de la nación o en cualquier otra administración.

Vemos en la actualidad a muchos políticos y mandatarios que actúan de manera poco o nada ejemplar. El ejercicio de la política se ha convertido en una profesión vitalicia para muchos de estos políticos. La corrupción es el resultado de la falta de cultura democrática en España.

Muchos reclamamos el retorno de modelos éticos basados en principios y valores democráticos. Queremos buenos gestores y buenos administradores, ciudadanos libres que durante un tiempo - necesariamente ha de ser limitado – aparcan sus ocupaciones cotidianas para contribuir con su trabajo al bienestar, al bien común de la ciudanía y al progreso de la nación. Una vez concluida esta etapa deben regresar a sus ocupaciones anteriores con plena normalidad.

Para conseguir esta “utopía democrática” es necesario cuidar la formación de aquellos ciudadanos destinados a ejercer un cargo público.  Estos deben tener en cuenta que España es desde 1978 una Monarquía Parlamentaria, un Estado Social y de Derecho. Los ciudadanos tienen derechos y libertades reconocidas y garantizadas. También tienen obligaciones para con el resto de conciudadanos.

Un buen gobernante o dirigente político debe mostrar virtudes propias del cargo, entre ellas la buena educación, el respeto debido y el saber estar. Un dirigente político – aun más si es gobernante - no debe insultar, vejar, humillar o atacar con agresividad al rival. La libertad ideológica, religiosa, de pensamiento y de conciencia está garantizada por la Constitución;  por lo cual el buen gobernante ha respetar a todos y cada uno de los ciudadanos durante el tiempo que ejerza su cargo público.

Nadie es más que nadie y es así. Nadie debe considerarse superior a nadie y nadie ha de creerse imprescindible. La humildad y la moderación son también buenas y sanas virtudes de un buen gobernante. Un buen gobernante ha de tener en cuenta que su cargo en democracia no es vitalicio; por lo que ha de saber cuando ha de retirarse y debe dejar paso a otra persona con plena normalidad. El relevo en un cargo es algo normal en democracia. Y la alternancia de distintas fuerzas políticas en las instituciones públicas es también normal en democracia.  Al igual que los acuerdos, pactos y consensos. El bien común debe primar frente a otros intereses creados ajenos.

En general habría que formar desde la guardería a todos los ciudadanos en la cultura, principios y valores de la democracia.  La corrupción que nos amenaza debe ser combatida con las armas de la educación y la cultura. La corrupción es la constatación que no se han hecho bien las cosas en España. Es el resultado de una caótica política educativa desde el comienzo del periodo democrático.

Acostumbrados a los espadones del siglo XIX y a los dictadores del XX en España se ha impuesto un modelo caudillista y patrimonialista de los asuntos públicos. Las mayorías absolutas han sido caldo de cultivo para perpetuar este antiguo régimen político. El caciquismo y las oligarquías urbanas perviven bajo otros formatos, impidiendo el verdadero progreso de la democracia en nuestro país. 

Siempre se ha dicho que España viaja en el vagón de cola del tren del progreso; que siempre llegamos tarde a las innovaciones y a los avances en muchos campos. Siempre somos los últimos en llegar. 

Todo ello tiene que ver con una mentalidad que resiste al paso del tiempo. Nos gusta vivir y revivir el pasado con pasión. Lamentarnos por las grandes derrotas sufridas en el pasado. Idealizar las victorias, reales o imaginarias sin límite. Luchar contra molinos de viento muy a menudo; aunque con el mismo resultado que al bueno de Don Quijote.  Somos muy cervantinos y galdosianos. 

Pero raramente pensamos en el presente y aun menos en el futuro.  Decimos que somos europeos, pero en realidad nadie se lo cree, aunque figure en su pasaporte. Europa es, para el español medio, el cajero automático, pero nada más. Todo aquello que venga allende los mares o por encima de los Pirineos es algo ajeno a la “idiosincrasia” española. Como en los antiguos pueblos, todo extranjero es siempre sospechoso de generar muchos problemas.

Con este bagaje ruralizante (con todos mis respetos a los actuales habitantes de los pueblos) de la mentalidad media española es imposible avanzar en un mundo global y en una Europa que aspira hacia una mayor integración política, económica y social.  

Por ello la educación en valores democráticos de los ciudadanos y de los políticos ha de ser una prioridad de todo gobierno. Las viejas mentalidades han de ir desapareciendo, sin perder por ello el derecho a la memoria. El mundo cambia y evoluciona. Por tanto los ciudadanos han de decidir si se integran en la nueva sociedad que asoma o por el contrario se instala en el inmovilismo que sueña con volver a ser caballeros andantes como Don Quijote.


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