El sueño europeo ¿Está acabado?

Europa como región geopolítica y económica realmente no existió hasta el año 1815, cuando los líderes de los principales países europeos se reunieron en Viena (Austria) para tratar de recomponer el mapa europeo tras el final de las guerras napoleónicas. En Viena además de establecer un nuevo orden europeo, se pusieron sobre la mesa algunos elementos básicos que cimentaron el proyecto de integración del continente.

Predominaron posturas tradicionales e inmovilistas, partidarios de seguir con la política de acción – reacción entre potencias rivales; y posturas más avanzadas, que planteaban una nueva forma de relacionar las políticas exteriores de los diferentes estados europeos: la Internacionalización sustentada sobre la diplomacia permanente, la celebración de  reuniones en la cumbre (Jefes de estado, Ministros…) o bilaterales entre estados y grandes conferencias internacionales o temáticas con el fin de  mantener por medios pacíficos el equilibrio entre las diferentes potencias.

Europa provenía de la primera fase del ciclo revolucionario (1770 - 1848) que puso patas arriba el mapa europeo e introdujo en el continente las ideas avanzadas de la ilustración; así como el desarrollo de las ciencias aplicadas y el impacto que produjo en la economía la aparición de nuevas  tecnologías. En Estados Unidos y en Francia las revoluciones marcaron el punto de inflexión entre el “antiguo régimen” y el nuevo que se vislumbraba en el horizonte.

Pese a los resultados involucionistas de las conclusiones de la Conferencia de Viena de 1815, el desarrollo de nuevos pensamientos políticos a partir del sustrato de la ilustración, dio como resultado una transformación lenta y pausada de las conciencias europeas. Europa ya no era un continente más, había un deseo de ampliar las relaciones internacionales entre los estados europeos.  No solo en el ámbito diplomático o político; sino también en el ámbito económico regional.

El desarrollo de la economía europea de principios de siglo XIX provino principalmente del comercio internacional y de la industria como motor de la economía. Las doctrinas liberales anglosajonas (D. Ricardo) habían puesto de manifiesto la necesidad de construir un sistema internacional de intercambios que pasara por el libre mercado y la reducción o anulación de aranceles aduaneros en la región europea.
En un sistema altamente intervenido por el Estado, plantear el Libre mercado o la desaparición de fronteras era algo impensable para la mayoría de políticos y economistas de la época.  Era precisamente el pulso entre potencias por la hegemonía económica (entre grandes imperios coloniales) lo que tradicionalmente había provocado las guerras en Europa. Hacerse con un imperio equivalía a obtener acceso a riquezas cuantiosas, materias primas y mano de obra barata.

Los pulsos se hacían entre estados, dado que la riqueza de cada país pertenecía generalmente al patrimonio personal del monarca, de la nobleza o del clero. Estos estamentos privilegiados eran los principales beneficiarios del “negocio” de las guerras habidas en Europa. En cambio el estamento del pueblo llano (“El tercer estado”) era el principal perjudicado por las guerras. A ellos solo les llegaban las migajas que les daban sus señores. 

Entre 1820 y 1848 una nueva fase revolucionaria sacudió Europa. Los revolucionarios provenían del “tercer estado”. Este estamento a lo largo de este periodo se fue subdividiendo en categorías o clases de personas, aparecieron determinados colectivos sociales que pedían cambios esenciales en el modelo político, social y económico en línea con los ideales más avanzados de la ilustración (“el liberalismo”).

Estos colectivos procedían socialmente de trabajadores por cuenta ajena o propia que a medida que fue desarrollándose la industrialización, los negocios marítimos y la aparición de las primeras empresas privadas fueron ocupando puestos de confianza en la plantilla de estas empresas.

Estos eran los “trabajadores de oficinas”, trabajadores que vivían de las rentas de su trabajo.  Sus sueldos, condiciones laborales y de vida eran más altos que los que padecían los “trabajadores manuales”. Su trabajo requería formación, educación y buena presencia. Era un trabajo más intelectual que físico.  Vivían en las ciudades y su estilo de vida recordaba al de los estamentos privilegiados en las formas; pero en esencia seguían sometidos a una legislación que les condenaba a formar parte del “Tercer Estado”, junto a los “trabajadores manuales”, de por vida.

A estos colectivos se les ha denominado de diferente forma, en general se les suele nombrar como “burguesía” o “clase media”.
Estos “liberales” fueron los protagonistas del ciclo revolucionario, del desarrollo de la I revolución industrial, del Internacionalismo y del capitalismo empresarial en Europa. El ciclo quedó concluido a parir de 1848 con el inicio de la llamada “Era Victoriana” (1830 - 1901) por coincidir prácticamente con el reinado de Victoria I de Gran Bretaña, en el que todos los ideales liberales quedaron establecidos en un nuevo orden europeo.

La burguesía elevada al poder político y económico introdujo progresivamente el capitalismo empresarial en Europa. Frente a la antigua pugna entre imperios por la hegemonía colonial; la burguesía proponía la competencia entre grandes empresas por la hegemonía comercial a nivel mundial.  Para lograrlo necesitaban reducir o eliminar la intervención estatal en la economía, reducir los costes de producción y aumentar los beneficios empresariales a escala regional europea e internacional.

El internacionalismo y las nuevas relaciones entre estados europeos se ampliaron hasta  crear un sistema común para el intercambio de materias primas y para regular los cambios de divisas; así como para eliminar los aranceles aduaneros. Era necesario integrar los mercados nacionales en un gran mercado regional o mundial. Las doctrinas del liberalismo económico acabaron por imponerse en la mayor parte de Europa.
La economía sustituyó a la política y la política se ocupó de controlar a las masas sociales más desfavorecidas en el nuevo orden, para evitar nuevas revoluciones “desde abajo” (Trabajadores manuales o “proletarios”). 

En los países de confesión “protestante”,  el capitalismo unido al calvinismo,  favoreció el desarrollo de un capitalismo empresarial más potente y el fomento de un sistema financiero  internacional emergente. En los de confesión católica, el capitalismo fue en general frenado por la persistencia del intervencionismo estatal y la negativa de los estamentos privilegiados a ceder espacios de poder a la burguesía.  

El capitalismo empresarial y el libre comercio fueron los elementos aglutinantes de la conformación de Europa como espacio geopolítico y económico. La gobernanza de los países, los cambios en el sistema social, las cuestiones coloniales y las disputas fronterizas quedaron en un segundo plano.  Los países fueron etiquetados como “Potencias” en función de su riqueza, influencias y prestigio en la “comunidad internacional”.   Surgieron así los países desarrollados (“civilizados”)  y subdesarrollados (“salvajes”).

La sociedad victoriana, extendida por toda Europa,  fue estratificada en “clases”  en función de la riqueza, el prestigio y las influencias de sus miembros. Al contrario que en la sociedad estamental, la sociedad de clases permitía el ascenso social por su riqueza, sus meritos propios o reconocidos; o bien por enriquecimiento en función de su actividad laboral. Se reconocían dos clases: la “Clase propietaria” (“Burguesía” en argot marxista) y la “Clase Trabajadora” (“Proletario”).  La antigua nobleza quedó desplazada a sus feudos rurales y el clero quedó arrinconado en sus iglesias o conventos.

Al finalizar el siglo XIX, la burguesía liberal y capitalista entró en un ciclo de crisis consecutivas. Por una parte la demanda disminuyó y en consecuencia la producción se detuvo. La falta de consumidores propició el cierre de empresas y el aumento progresivo del desempleo. La clase propietaria comenzó progresivamente a endeudarse.  Frente a estas crisis, la burguesía apeló al socorro del Estado, aunque ello supusiera traicionar los principios liberales. El reforzamiento del Estado y el desarrollo del movimiento obrero internacional a partir de 1864 forzaron a las distintas potencias a romper con el sistema burgués-liberal.

Esto supuso un quebranto en el internacionalismo europeo.  Se recuperaron los viejos hábitos de pulsos entre potencias, se recordaron los viejos conflictos territoriales y coloniales entre grandes potencias, se impuso el proteccionismo y aumento de aranceles, para evitar el colapso de la economía estatal. La ruptura del comercio internacional provocó la caída de los grandes imperios coloniales y de l primigenio sistema financiero internacional. La conclusión de esta debacle fue la I Guerra Mundial (1914-1918) y su continuación en la II Guerra Mundial (1939-1945), tras el paréntesis de equilibrio forzado del periodo de Entreguerras (1919-1939).

Tras la segunda Guerra Mundial surgió el Proyecto de integración Europeo (Consejo de Europa) a partir de acuerdos parciales en materia económica (OCDE  y CECA: carbón y acero) entre Francia y Alemania; y de acuerdos transfronterizos de unión aduanera entre Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo (Benelux). El Tratado de Roma de 1957 puso las bases de la actual Unión Europea.

Desde entonces, Europa ha vivido momentos de grandes avances como el desarrollo de una política social (la “Europa social”) y territorial  (la “Europa de las regiones”) común.  Pero no siempre ha sido así.  Cuando los estados de la unión han estado mayoritariamente gobernados por partidos de ideologías de “izquierdas”,  la Europa económica (“de los mercaderes”) ha quedado en un segundo plano, fomentándose la Europa social y de las regiones.  A la inversa, cuando predominan gobiernos de “derechas”, la Europa económica se impuso a la Europa social y de las regiones.

Esta dualidad de criterios ha lastrado el avance de la Unión Europea desde sus inicios.  La unión en esencia sigue manteniendo en esencia,  un sistema basado en doctrinas formuladas en el siglo XIX, y en experimentos desarrollados durante el siglo XX.

Hoy en muchos países europeos (principalmente los de la periferia) los ciudadanos de a pie, los que cada día se levantan para trabajar y sostener a sus familias, se sienten en general defraudados por una “clase política o casta” que sigue pensando más en si misma, que en la ciudadanía. Los gobiernos se inhiben de sus obligaciones, desatienden la gestión y administración pública, dejan de prestar servicios  públicos y  anulan cualquier participación de la ciudadanía en los asuntos públicos.

La “clase política” representa un coto cerrado al pueblo llano, un coto donde las prácticas oligárquicas favorecen un clientelismo endémico y oligopolios sostenidos con fondos públicos, los cuales contribuyen a la destrucción sistemática del “estado de bienestar”. La clase media prácticamente ha sido destruida  y la clase trabajadora vive bajo el umbral de la pobreza. Es evidente que hay que cambiar el orden establecido en 1945.

Los europeos queremos democracia, queremos una Europa social, queremos una atención preferente a las regiones o estados que necesiten más ayuda. El mercado común es bueno para la integración, pero es necesario dotarlo de un perfil más social. La economía ha de estar al servicio de la ciudadanía, no al servicio de las grandes corporaciones y fondos de inversión internacionales. La política debe estar fundamentalmente al servicio del ciudadano. Los gobiernos deben ocuparse de gestionar los asuntos públicos y administrar el patrimonio común de los estados con la vista puesta en lograr mayor bienestar para los ciudadanos.

¿Necesitamos hoy a la Unión Europea?, la respuesta es si dado que el sistema impide un cambio brusco de rumbo. Se han cedido cuotas de soberanía a la unión y recuperarlas es bastante complicado.  Pero lo que si se puede hacer es  contribuir a crear un espíritu de comunidad que integre aspectos económicos, políticos y sociales, sin descuidar ninguno de ellos.  

Algunos pensamos que hay que profundizar en la teoría política de la unión. Recuperar el espíritu inicial, regresar a los orígenes y tratar de reconducir la política europea hacia una nueva etapa o fase de construcción.


La dualidad “conservador vs progresista”, “derecha vs izquierda”  y  “Europa económica vs Europa social” debería dejarse de lado para afrontar la idea que somos europeos y hemos de comportarnos como tales. Si queremos ser una comunidad, comencemos a construirla. Si queremos “bienestar”, debemos apostar por políticas que contribuyan a crear  el estado del bienestar.  SI queremos políticas sociales apostemos por ellas. Si queremos luchar contra el cambio climático, acabemos con las causas humanas que lo generan. Si queremos solidaridad y respeto a los derechos humanos,  contribuyamos a que sea posible.

Casos como la alarmante corrupción político-económica predominante en España, la crisis de los refugiados sirios en los Balcanes, la crisis brutal que padece Grecia, la crisis humanitaria en Italia y España con la llegada masiva de inmigrantes, las disputas hegemónicas entre países de la unión, el avance de la pobreza en el continente, o la despreocupación sobre el cambio climático, son síntomas de una Europa enferma en manos de médicos que no se ponen de acuerdo ni en el diagnóstico, ni en el tratamiento.  Únicamente se salvará si hay voluntad y unidad entre todos.

Es cuestión de voluntad política y de acción social. La sociedad civil debería empezar a tomar el control de la Unión Europea. Los políticos a ejercer sus cargos públicos con honradez, con principios éticos, y con poder suficiente para frenar los excesos del capitalismo agresivo o que dañen a los ciudadanos. Las instituciones han de reforzarse con nuevos controles para evitar ser “colonizadas” por los poderes políticos o económicos destructivos.  Las grandes corporaciones deben comprender que el estado no está a su servicio, que no pueden disponer del dinero público para propio provecho  y que los ciudadanos no son piezas del engranaje de la producción.

Si no se hace nada, la unión desaparecerá por si misma porque no tiene sentido en la actual configuración. Muchos países han alertado sobre la posibilidad de abandono de la unión  y otros desean cambios profundos. El “euroescepticismo y la eurofobia” se están progresivamente instalando en la mentalidad de muchos europeos.

La ampliación hacia el Este ha perjudicado a los países de la antigua órbita soviética con rentas más bajas. Estos, de nuevo, buscan el apoyo de una reconstruida Rusia.  La alianza atlántica entre los países ribereños está siendo más exitosa que la interna de la propia Unión Europea. Las relaciones de los países del mediterráneo están siendo poco fructíferas, en general se encuentran lastradas por la inestabilidad en el levante  y sur del Mediterráneo.  La Europa del Norte se mantiene al margen de los vaivenes de Europa con un alto nivel de desarrollo y bienestar. Alemania pugna por su liderazgo y hegemonía en la Europa central o continental.  


El desgarro de Europa provocó la I Guerra Mundial. El fin de la democracia produce anarquía y esta es caldo de cultivo de los totalitarismos. SI queremos evitarlos hay que comenzar a construir una nueva Europa desde su base social. 

Comentarios

Entradas populares