40 años de ilusión democrática





El pasado 6 de diciembre, los españoles celebrábamos el cuarenta aniversario del Referéndum popular que debía ratificar el texto  de la Ley 1/1977, aprobado por las Cortes el 31 de octubre, de Reforma Política de España. El «SI» mayoritario (88 % de los votos afirmativos) sorprendió a los impulsores y a los detractores de dicha ley.

Una Ley tramitada siguiendo el procedimiento estándar de la dictadura para las conocidas como «Leyes Fundamentales del Reino». Para el régimen anterior al actual, estas leyes (1936-1977) componían el corpus jurídico constitutivo del «Estado Español» surgido del «alzamiento del 18 de julio de 1936».  Por tanto fue una ley surgida en el aparato del estado «franquista» siguiendo sus propios procedimientos.

El 22 de noviembre de 1975, el Rey Juan Carlos I (1975-2014) fue designado «a título de rey» como nuevo Jefe de Estado en España. Sus atribuciones eran exactamente las mismas que tenía el general Francisco Franco Bahamonde durante su trayectoria política (1936-1975):

·         Concentración de todos los poderes del estado en su persona
·         Jefatura de Estado vitalicia
·         Máxima autoridad militar del Ejército y la Marina
·         Capacidad ilimitada para poder modificar las leyes fundamentales del Reino.

En esta última atribución el joven rey Juan Carlos I asumió la tarea de mandar elaborar una nueva ley fundamental, la octava. Una ley que ponía las bases para invalidar las anteriores. A efectos prácticos significó la voladura jurídica del ordenamiento jurídico del «Estado Español» conforme a las bases establecidas tras el «alzamiento del 18 de julio de 1936». Significaba el primer asalto a la dictadura desde las instituciones y conforme al lema «de la ley a la ley». Juan Carlos I usó sus poderes absolutos para acabar con la dictadura. Sin legitimidad dinástica, ni jurídica, arriesgando su propia vida y oportunidad de cambio de régimen en España hizo un extraordinario papel como principal servidor del estado. Un papel incuestionado por todo el arco parlamentario.

Don Juan Carlos se encontraba en 1975 en la cúspide del poder político (en el entorno cercano de Franco)  por decisión personal del dictador Francisco Franco. El propio nombramiento por las Cortes «franquistas»  se alejaba de la legalidad institucional afecta a la sucesión en la Corona de España.

Francisco Franco se había saltado en 1947 y  1967 el orden dinástico en la Casa de Borbón al no reconocer como «Rey» al titular de la Jefatura de la Casa Real de España en el exilio: don Juan de Borbón y Battemberg (Desde la abdicación de Alfonso XIII en 1941 era considerado como «rey en el exilio» con el nombre de reinado: Juan III, 1941-1977). Don Juan Carlos de Borbón y Borbón (Roma, 1938), a efectos dinásticos, era el Príncipe de Asturias, Viana y Gerona desde 1941 y por tanto el heredero natural del trono de España. Titulo principesco que Franco sustituyó por el pretencioso «Príncipe de España» desde la llegada del príncipe a España en 1948.

Estos matices sucesorios puso a don Juan Carlos en un aprieto respecto a la lealtad y compromiso adquirido. Por una parte,  su elevación al trono no gustó a Don Juan, quien consideró que su hijo había usurpado sus derechos a la Corona. Por otra, la oportunidad era inestimable, era la puerta a la reforma política sin impedimentos; aunque no exento de riesgos. Era el momento del cambio y de grandes apuestas arriesgadas.

Tuvo el acierto de elegir como director del proceso de cambio a un joven Adolfo Suárez (presidente: 1976-1981) que era el que menos apoyos tenía en la terna presentada para ocupar la presidencia del Consejo de Ministros (en la jurisdicción del régimen, los cargos políticos se designaban «a dedo»).  Adolfo Suárez era un abogado abulense, que había sido Ministro Secretario del Movimiento y director de RTVE con anterioridad. Procedente de la «familia falangista y primorriverista» según el argot popular del régimen, tenía ideas cercanas a la «democracia cristiana» tomadas del modelo italiano.

Su objetivo era «abrir» el régimen, de «la ley a la ley»,  hacia un proceso constituyente que debía desembocar en la aprobación de una nueva constitución. Esta nueva constitución debía dar paso a un nuevo régimen democrático, poniendo así fin a la larga dictadura.  España necesitaba un nuevo orden y «modernizarse» siguiendo los estándares europeos democráticos occidentales.  Su nombramiento en 1976 puso en marcha la maquinaria para la «reforma política» de España.

Los fieles a la doctrina franquista consideraban que Francisco Franco «lo había dejado todo atado y bien atado», para dar continuidad al régimen tras su fallecimiento. Juan Carlos tenía el compromiso de continuar «la obra emprendida por el caudillo». Este era el guión que muchos políticos afectos al régimen esperaban.

A raíz de esta idea surgieron voces desde el ámbito político e intelectual que afirmaban que era posible «un franquismo sin Franco». Algunos intelectuales afirmaban que  el «franquismo» estaba tan «arraigado en la conciencia de los españoles», que era impensable que se presentase alguna otra alternativa que no fuera la legada por «el caudillo» en su testamento político.  Cualquier otra alternativa era considerada una traición intolerable. El ejército asumió la tarea de garantizar la continuidad del régimen tras la muerte de Franco.  No perdiendo de ese modo la naturaleza militar del régimen desde 1936.

En el exilio desde 1962 (el famoso «contubernio judeo-masónico de Múnich» como lo tituló la prensa «franquista». La reunión fue en realidad propuesta por el Consejo de Europa para analizar la situación política del exilio de España, en vísperas a la  incorporación futura de España a la CEE) las fuerzas políticas opositoras al régimen en el exilio se apuntaron a la idea de la restauración de la democracia en España por vías pacíficas e internacionalizando la solución.

Las potencias exteriores consideraban que España debía dar pasos en este sentido a fin de normalizar su presencia plena en los organismos internacionales y en la política exterior de la joven Comunidad Económica Europea (fundada en 1957. Antecedente de la actual Unión Europea).

El apoyo de los países de la CEE y de Estados Unidos  fue muy importante en este sentido. Hubo mucha actividad diplomática discreta y muchas operaciones encubiertas de espionaje. Fueron años de intensas negociaciones y encuentros secretos entre el gobierno de Suárez y los principales líderes políticos en el exilio (Felipe González, PSOE; Santiago Carrillo, PCE y líderes autonómicos vasco y catalán), los cuales se habían unido en plataformas para actuar al unísono con una sola voz.  

Las plataformas a su vez, mejoraron su coordinación con los grupos homónimos «del interior» para actuar de forma coherente y coordinada. El activismo sindical y social se enmarcó en la misma línea de actuación, en torno a ese gran proyecto común que fue la Ley para la Reforma Política propuesta por Suárez.

Se podría decir que el escenario para que pudiera darse la victoria en el referéndum de la ley de reforma política fue impulsada inicialmente por la Corona y desde las instituciones establecidas; pero sin duda, contó con el apoyo ilusionante y entusiasta de gran parte de la clase política del momento y de la mayoría de la ciudadanía española, tanto la que vivía en España; como la que vivió en el exilio.  Fue por tanto un proceso coral donde todos los españoles aportaron su granito de arena, afirmando más lo que les unía; que aquello que les dividía. 

Con la aprobación de la ley, la derrota de los fieles al «franquismo» quedó patente; los españoles habían decidido mayoritariamente caminar por la senda de la democracia y la reconciliación. Para muchos fieles «franquistas» aquella inesperada e incomprensible, a su juicio, victoria fue vista como una «traición al Caudillo y a la Patria», siendo el mayor responsable de aquella «traición» el rey Juan Carlos; el cual «rompió», a su juicio, con su juramento y compromiso en defensa del orden legado por Franco.

Muchos de ellos llamaron a un nuevo «alzamiento» militar. En esta ocasión los militares se quedaron acuartelados; aunque existían varios grupos conspiradores entre sus mandos. Personas muy adoctrinadas y con visiones mesiánicas que le llevaban a proclamar la «salvación de la Patria» por medio de las armas. El legado ideológico «franquista» les impulsaba a cumplir con lo que consideraban un «deber patriótico». Hubo varios intentos entre 1977 y 1981 de asonada militar contra el proceso constituyente. Todos ellos, resultaron un sonoro fracaso. En gran parte debido a la descoordinación entre los mandos y falta de medios; pero sobre todo por falta de apoyo económico, político y social para llevar a cabo las operaciones con éxito.


En 1978 por fin España había amanecido democrática. La legalización de los partidos políticos, incluido el PCE, con nocturnidad y alevosía, daba paso a un nuevo sistema de partidos democráticos en un régimen parlamentario democrático. La soberanía retornó al pueblo español y su representación parlamentaria (elegida por Sufragio Universal) determinó el signo de los tiempos políticos posteriores.

Las elecciones de 1979, las primeras genuinamente democráticas desde 1936, fueron las de mayor participación de la historia en España. Miles de partidos políticos se dieron cita en las urnas. El premio a Suárez se consolidó en su reelección, esta vez democráticamente y directamente por el pueblo a través de sus representantes políticos.

En 1977 el rey en el exilio Juan III abdicaba formalmente la Corona y derechos dinásticos ante el Ministro de Justicia (Notario Mayor del Reino) en el Palacio de la Zarzuela. Don Juan Carlos ya podía usar legítimamente y dinásticamente el título de «Rey de España» con todas sus atribuciones dinásticas. Ese mismo año restauró el título nobiliario de Príncipe de Asturias, Viana y Gerona para otorgarlo a su hijo y heredero al trono: Felipe de Borbón y Grecia (Madrid, 1968. Desde 2014, rey Felipe VI). Tras la aprobación de la Constitución de 1978, Juan Carlos I, comenzó su reinado constitucional que se prolongó hasta su abdicación formal en el año 2014.   

El intento de golpe de estado de 1981, marcó un antes y un después en el reinado de Juan Carlos I. Ese día con el mismo valor y riesgo que en 1975, supo hacer valer su mando supremo de las fuerzas armadas para abortar el intento de golpe de estado que varios generales «franquistas» pretendían llevar a cabo para retornar a la dictadura.

Su llamada por televisión, a no secundar el golpe convenció a muchos militares de la intención del monarca de caminar por la senda constitucional y de no retorno al régimen de la dictadura.

La negativa del monarca a secundar el golpe, el acuartelamiento de unidades clave y la incomparecencia de algunos golpistas, hicieron fracasar el golpe del «23 -F».  Ese día como dijo algún articulista de prensa, el rey «se ganó la Corona por aclamación popular». Hasta adversarios anti-monárquicos republicanos como el entonces Santiago Carrillo, Secretario General del PCE,  le dieron la enhorabuena al monarca por su actuación magistral en el aborto del intento de golpe de estado.

Hoy la constitución de 1978 está en la mesa de debates parlamentarios y en el ambiente político como paso previo a una previsible reforma de la misma a corto o medio plazo. Por otra parte han resurgido en los extremos políticos apelaciones hacia asuntos no resueltos de la Transición.

Asuntos que en su momento, se apartaron para no entorpecer las negociaciones  de la reforma política y  los trabajos constituyentes. Algunos de ellos se dejaron para resolverlos cuando la democracia estuviese más asentada. Algunos consideran que ese momento ya ha llegado tras cuarenta años ininterrumpidos viviendo en democracia. De ahí que algunos grupos políticos se están apresurando a reabrir los añejos portafolios y desiderátum, que han permanecido cerrados durante cuarenta años a la espera de su resolución (ya se sabe que «las cosas de Palacio van despacio» en España).

Pero también se están reabriendo viejos conflictos nunca superados sobre la diferente visión que cada espacio político tiene de España.  Recuerdan en muchos casos aquellas preguntas que se hacían los regeneracionistas de la «Belle Epóque» (principios siglo XX) sobre: « ¿Qué es España? »  Son muchas las respuestas posibles.

El nacionalismo y el populismo ya están presentes en España. La centralidad se está comenzando a despoblar, los extremismos resurgen de sus cenizas como el Ave Fénix y la vida política se vuelve a enrarecer y crispar a golpe de titular sensacionalista.  El divorcio de la clase política y la sociedad  comienza a ser más complicado de resolver que el «Brexit». Nos falta una hoja de ruta; un objetivo común; el espíritu ilusionante y consensuado de la transición y altura de miras en nuestros políticos cortoplacistas actuales.

El aniversario de la reforma política (6 de diciembre) y de la constitución (próximos días 27 y 29 de diciembre) debe llevarnos a todos los españoles, independientemente del pensamiento político, militancia y activismo propio y legítimo de cada uno, a pensar y diseñar un plan general o plan director para España a corto, medio y largo plazo.  Un plan que se continúe  sin interrupción hasta el logro de los objetivos marcados; independientemente de quien se siente en la «poltrona» del Palacio de la Moncloa. Cambian los presidentes y los programas de gobierno; pero lo que no se puede cambiar, es el proyecto común llamado España.

Tenemos que asumir nuestro compromiso con nuestro país y nuestra vinculación a la gran familia europea, mediterránea e iberoamericana. Debemos apostar por el desarrollo económico, financiero, científico, tecnológico y humanístico. Debemos progresar como país en el concierto de las naciones (Somos la quinta potencia en la UE y la decimocuarta en el mundo ¡que ya es mucho!) atendiendo a nuestra posición, influencia y peso en las grandes decisiones internacionales. España hoy es escuchada y a menudo en el exterior se toma como modelo a seguir.

Me da la sensación que a veces los españoles estamos acomplejados comparándonos habitualmente con otros países de nuestro entorno. Ese complejo de inferioridad heredado, nos hace pensar que España es siempre inferior a otros países. Pensamos que somos un país atrasado, un país que nos cuesta  seguir las corrientes europeas más vanguardistas. Sin embargo los datos e índices de desarrollo nos dicen lo contrario. Estamos en vanguardia en muchos sectores industriales y tecnológicos.

El talento de nuestros universitarios se los rifan en las grandes universidades internacionales y centros de investigación más punteros. Lo que no sé a qué estamos esperando para  reorganizar el país, de tal manera que no perdamos de nuevo el tren de la historia con chorradas varias que a nadie interesan (salvo a los medios de comunicación para generar audiencias).

Esto es lo realmente importante: lo que somos capaces de hacer cada día en nuestro entorno más cercano, por nuestro país. Ahí se demuestra el verdadero espíritu del pueblo español y nuestro sentido de pertenencia a una nación o patria, a la que queremos y amamos. Esta debería ser nuestra bandera, nuestra identidad como pueblo o nación. Nuestra capacidad personal o colectiva para contribuir positivamente y en libertad a la construcción de España.

«No te preguntes que puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tú país». (J.F. Kennedy)

¡Felicidades por el 40ª aniversario de nuestra constitución!



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