La forja de la «nación española»
El diccionario de la Real
Academia Española de la Lengua define «nacionalismo» como aquella doctrina que
exalta en todos los órdenes la «personalidad nacional completa». La
«doctrina»
se define en su tercera acepción como un conjunto de ideas y opiniones
religiosas, filosóficas, políticas sustentadas por una persona o grupo de
personas.
La «nación» que es una palabra que proviene del
latín «natío» y que significa «pueblo».
La raíz latina nos lleva también al termino «nascere» que significa «nacer».
Por tanto podríamos afirmar que la nación es el conjunto de personas que han
nacido en un territorio determinado.
La cuestión que uno se puede
hacer, tras ver estas definiciones, es determinar las características formales de
una doctrina nacionalista concreta. Y es en esta tesitura donde aprecio hoy la
dificultad para hacerlo; por ser muchas las ideas y opiniones al respecto. También
porque la definición de pueblo (o nación, son términos sinónimos) se presta a
interpretaciones diversas en el ecosistema del pensamiento político actual. La objetividad
(el ser) a veces queda difusa por lo subjetivo (deber ser) del asunto.
Hasta bien entrado el siglo XIX
en España no existían doctrinas nacionalistas; sino más bien doctrinas
patrióticas. La «patria» es definida como: «Tierra natal o adoptiva ordenada como
nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos,
históricos y afectivos».
Los «patriotas» del siglo XIX tuvieron
su origen en la guerra de la independencia española (1808-1814). El
vacío de poder que se generó tras la abdicación forzada de Carlos IV (1789-1808); el asalto palatino al
poder de Fernando VII (1808-1833) con los integrantes de la camarilla de Aragón;
la inestabilidad subyacente y los intentos de Napoleón I de Francia (1804-1814)
por hacerse con las riquezas del imperio hispánico; fueron la chispa que elevó
los sentimientos patrióticos de los españoles, llevando a sus líderes a hacer
un llamamiento a la patria (entiéndase pueblo) en defensa de su monarca (estos patriotas se
les denominó en la época «doceañistas»)
En la época regía la monarquía
absoluta, por lo que el monarca, además de ser ungido sacramentalmente como
defensor de la Iglesia Católica, encarnaba la soberanía única sobre todos los
estados patrimoniales pertenecientes a la monarquía hispánica. Defender a Fernando VII era defender la
corona, a la Iglesia, y la soberanía del monarca sobre sus estados
patrimoniales. La «patria» se asociaba a la corona y la corona encarnaba la
noción de «Estado».
Los patriotas que lideraron el
levantamiento popular contra las autoridades francesas conquistadoras, en
defensa de su monarca, acuñaron desde el principio un lema que se ha mantenido
a lo largo del tiempo hasta nuestros días: «La patria está en peligro, salvemos
a la patria».
Los propagandistas de estas doctrinas
patrióticas dotaron de contenido mesiánico, subjetivo y afectivo a los nuevos movimientos
populares, reconvertidos hacia mediados de siglo XIX en partidos políticos. La doctrina
patriótica decimonónica primigenia afirmaba que era preciso mantener la guardia,
ante cualquier amenaza que pudiera volver a poner en peligro a la patria, como
había ocurrido durante la guerra de la independencia.
A mediados del siglo XIX surgió en los movimientos patrióticos pangermánicos,
la doctrina por la cual se propagaba la idea de la existencia de una «gran nación
alemana» cuyo aglutinador era la lengua alemana. La misión patriótica, o más
exactamente, nacionalista alemana consistía en reunir a todos los pueblos de
habla alemana en un único estado nacional. Esta fue la doctrina que llevó en 1871 al
monarca de Prusia Guillermo I a formar el segundo imperio (o «Reich») alemán,
bajo la batuta de ese gran estadista que fue Otto von Bismarck (Canciller de
Prusia y del Imperio).
A raíz del proceso de unificación
alemana, otros movimientos patrióticos siguieron la hoja de ruta nacionalista
alemana, como por ejemplo Italia, que se convirtió en un estado unificado entre
los años 1848-1870, teniendo como base el Reino del Piamonte-Cerdeña.
Cuando a mediados del siglo
XIX el liberalismo era la doctrina
dominante en España, las doctrinas patrióticas comenzaron a sufrir escisiones y
fragmentaciones en múltiples «familias» ideológicas. Hasta la
revolución de 1868, conocida como «la
gloriosa» (depuso a la reina Isabel II, 1833-1868) nadie usaba el término
nación, se mantenía por tradición el concepto de patria acuñada durante la guerra
de la independencia: «El pueblo siempre debía estar vigilante para la salvar a
la patria en caso de ser agredida». Esta era la base ideológica sobre la que se
construyó el «nacionalismo español».
Las guerras carlistas (1833, 1845, 1869,
1872) introdujeron en el lenguaje y pensamiento político patriótico, tres pilares
que actuaban como garantes de la defensa, la unidad e integridad de la patria. El
ejército, la corona y la iglesia católica. La corona encarnaba la unidad de la patria;
una patria bendecida por Dios a través de la iglesia y que debía ser defendida
por el ejército ante cualquier circunstancia adversa que pudiera poner en
peligro la patria. Los propagandistas de las doctrinas patrióticas del
carlismo, añadieron un nuevo lema patriótico al nacionalismo español: «Dios,
Patria y Rey».
Los forjadores de las doctrinas del
nacionalismo español necesitaban dar
consistencia al nuevo concepto de «Nación». Buscaron respuestas en la historia.
Si en Alemania el aglutinante era la lengua y en Italia era su deseo de
recuperar la unidad imperial romana antigua; en España faltaba precisamente ese
aglutinante histórico.
Cuando investigaron la historia de España,
aun con metodología y técnicas rudimentarias, se dieron cuenta que hasta los
decretos de nueva planta (1707) no existió realmente un estado - nación
unificado. Antes del siglo XVIII «España, Hispania, Iberia o Las Españas» eran
términos que definían territorios patrimoniales privativos de la Corona. Es decir propiedades del rey que éste
administraba a su libre albedrío. El rey
era el estado, por tanto, el aglutinante histórico era la monarquía como
institución que encarnaba la «unidad nacional» de España.
Sin embargo esto representaba dos
problemas esenciales: el concepto de Estado y de soberanía había cambiado desde
la promulgación de la constitución de 1837. En dicha constitución el pueblo se
erigió en soberano colectivo y fue su voluntad, representada en las Cortes Generales
(que a partir de esta constitución se
erige en parlamento permanente), la que competía los destinos de España. El
nuevo lema patriótico-constitucional desde entonces ha sido: «El rey reina;
pero no gobierna».
El territorio dejó de ser propiedad
del monarca y pasó a ser propiedad colectiva de la nación española. El rey ya
no encarnaba al estado; sino que éste se erigía en una entidad política independiente
del monarca al servicio del pueblo soberano.
En este nuevo orden constitucional, la «unidad nacional» de España se
expresaba en la voluntad soberana del pueblo español.
El segundo problema que tenían era que cada estado patrimonial anterior al
siglo XVIII tenía una tradición histórica, cultural y lingüística diferente por
lo que desentrañar la madeja de la historia buscando el pegamento que diera
sentido al nacionalismo español resultó ser más complicado de lo que parecía
inicialmente.
Si se aceptaba el nacimiento de España
como un estado-nación (la equivalencia al concepto de unificación que se dio en
Alemania e Italia) en el siglo XVIII, no podían los propagandistas
nacionalistas afirmar el carácter milenario de la nación española. Tuvieron que
seguir investigando en la historia.
Finalmente dieron con un «episodio
nacional» que suscitaba emoción entre los propagandistas de la «unidad nacional»
española. Ese episodio era «la Reconquista»
(concepto inventado en el siglo XIX por los cronistas de la época y ampliamente
difundido por los propagandistas del
nacionalismo español) la gran gesta del nacionalismo español. Tenían ya el
proceso de «unificación española» que buscaban con tanto ardor patriótico.
Fruto de esa unión
surgieron los «estados de la monarquía hispánica» que eran la denominación original y
diplomática cuando se referían a este nuevo conjunto de territorios (al que bien
podría haberse denominado «reino unido
de Castilla y Aragón» o «reino de Hispania» que era la forma latina de la
actual España).
Pero además de encontrar la
piedra filosofal del nacionalismo español (o castellano-aragonés según se mire),
tenían otro aglutinador extra, igual de importante. Desde 1492 los reyes Isabel y Fernando fueron agraciados
con el título pontificio hereditario de «Reyes Católicos». Pero además de ganar la
reconquista con la rendición romántica de Granada y el suspiro del moro,
Cristóbal Colón mientras tanto, se topó accidentalmente con América. Comenzaba a partir de este evento (otro de
los grandes «episodios
nacionales»)
la forja del mayor imperio de la época. El nacionalismo español ya tenía sus
argumentos historicistas para diseñar la nueva propaganda nacionalista.
A final de siglo XIX le salieron
a estos sufridos cronistas nacionalistas españoles una competencia inesperada. Durante
el siglo XVIII en Cataluña y en las antiguas «provincias vascongadas»
surgieron voces de cronistas que sugirieron la existencia de una nación vasca y
catalana diferente a la nación española que se estaba construyendo en aquellos
momentos.
El vasquismo y el catalanismo no
aspiraba a crear un estado-nación catalán o un estado nación-vasco, sino a que
fuera reconocida su realidad nacional en el contexto del marco estatal español
(de aquí surgió la histórica expresión: el «encaje de Cataluña en España»).
Los nacionalistas vascos y
catalanes contaban con un aglutinante de partida que lo diferenciaba del
nacionalismo español. En estos casos existía la unidad lingüística (euskara y
catalán), por tanto con ese simple argumento podían apuntalar, de manera
natural y sencilla, un nacionalismo con sus propias características.
Sin embargo bucearon también los
cronistas vascos y catalanes en la historia. En el caso vasco, el nacionalismo
aun era muy minoritario y se centró más en la recuperación como lengua
vehicular el euskara, que por entonces caminaba hacia su conversión en una
lengua muerta.
En cambio en Cataluña los propagandistas
del nacionalismo catalán se centraron en la historia para recuperar sus
históricas señas de identidad: la «Senyera» (bandera que usaron los primeros condes de Barcelona, basada en el
escudo de la ciudad condal y en la bandera aragonesa), la «Generalitat
de Catalunya»
(en la época se expresaba en castellano como Generalidad de Cataluña), el
catalán como lengua principal; así como el folklore y la cultura catalana
ancestral.
En la historia encontraron su
propio episodio nacional en dos épocas distintas: la edad media con la «marca
hispánica»
(pertenecía el territorio al Imperio Carolingio, los propagandistas independentistas
afirman que era un estado independiente. Cada cual cuenta la historia como
quiere) donde los condes palatinos catalanes ejercían con cierta
autonomía el autogobierno de la región.
Pero también encontraron para los
nacionalistas del siglo XIX un hecho para
ellos más reciente: los «decretos de nueva planta» de 1716 por los cuales Cataluña («Principado
de Cataluña»
fue su denominación oficial desde 1701 a 1716) fue anexada al reino de Castilla
(«Reino
de España e Indias» desde 1714), perdiendo su fueros históricos, señas de
identidad e instituciones históricas.
Además al suprimirse el Consejo
de Aragón (Cataluña en el imperio de los Austrias formaba parte del reino de Aragón) se quedaron sin posibilidad de estar
presentes en las instituciones españolas (la corte real y las cortes generales).
Aquello supuso a juicio de los propagandistas de las doctrinas nacionalistas
catalanas una «humillación» a su sentir nacionalista. A su juicio
«España
consideraba y trataba a Cataluña como una colonia».
Como vemos, la construcción tanto
del nacionalismo español, como del catalán se hizo de forma artificial de
arriba abajo, dado que fueron los intelectuales los que pusieron el
argumentario necesario, el pueblo brilló por su ausencia en su forja; los políticos
se ocuparon de liderar los movimientos populares mediante el adoctrinamiento
nacionalista.
El choque de nacionalistas
españoles y catalanes dio lugar a lo que
los políticos denominaron «la cuestión catalana», asunto que ha perdurado a lo
largo del siglo XX y que aun hoy suscita pasiones desenfrenadas, debates
intelectuales floridos y ardores patrióticos contundentes, tanto por parte de
los propagandistas de las doctrinas nacionales españolas; como de las
catalanas, vascas, gallegas….
En una Europa integradora, en un mundo
globalizado, la doctrina imperante actualmente es la de rechazar la idea de los
«estados-nación»
tal y como fueron concebidos en el siglo XIX. ¿Significa eso que un nacionalista no pueda
serlo? Por supuesto que sí, la democracia lo permite. Pero un sentimiento
nacional, no debe imponerse a otro sentimiento nacional. ¿Significa eso que uno
no puede tener amor a la patria y que la defienda cuando es agredida? Sí, siempre
y cuando se cumpla la ley y las
decisiones se tomen en consenso o mediante pacto o acuerdo.
La defensa de la patria puede
hacerse de muchas maneras. Los patriotas del siglo XIX usaban la fuerza armada para imponer su
concepto de patria o nación. Los
patriotas del siglo XXI usan las herramientas de la democracia y de la ley para defenderla. La polémica hoy podría estar
en el propio concepto de «enemigo de la patria o de traidor», que al ser un elemento
subjetivo se presta a interpretaciones diversas y en muchos caos de forma
malintencionada o afectada por creencias e ideologías concretas.
En todo caso las doctrinas
patrióticas o nacionalistas nunca
deberían ser impuestas, dado que en su forma natural han de surgir desde la
voluntad popular. El adoctrinamiento como arma política es siempre rechazable
en democracia. No todo el mundo ha de ser nacionalista o apoyar una forma
concreta de nacionalismo.
La diversidad democrática permite
a cada ciudadano sentirse o no nacionalista. Es una elección personal que cada
ciudadano hace libre y voluntariamente. Y
si discrepa con una doctrina nacionalista concreta, está también en su derecho
hacerlo y no por ello deja de ser un patriota. Ni por ello deba ser agredido o
presionado para cambiar su propia concepción de la patria o de la nación. Si se actúa de esta forma, entonces se
abandona la democracia y se impone la tiranía.
Un patriota hoy es
un demócrata que respeta
las reglas de la democracia, que busca el bien común
y el progreso de la nación.
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